miércoles, 25 de marzo de 2015

La elegía que luchaba por ser epístola

Este soy yo, el que escribe. Antes solía escribir, decía. Pero ahora he vuelto. Yo era aquel joven que de tantas veces que veía la luna creía convertirse en ella. Como adentrarse en un espejo de tanto tanto mirarlo. Muchas noches apagaba todas las luces de la casa y cerraba con llave el piso por fuera. Caminaba hacia lo alto del edificio y salía por la azotea. Y allí estaba ella, allí estaba yo. Esa gran luna blanca de la que tanto me he olvidado. Me gusta pasar las noches en vela contemplándote desde lo alto. Dime si tú a mí no me echas de menos, dime acaso si esto solo es un sueño, un augurio o acaso un destello. Más allá de los edificios que nos rodean está tu luz y está mi aura, que pensaba que se había perdido. Por algo tiritan las estrellas, por algo nos alzamos al vacío cuando nos miramos. Muchas otras veces pienso si esto no es más que escritura o simplemente versos alargados algo parecido a la poesía. Pero si es parecido, ya no es poesía. Sigo pensando en ti aunque no esté en la azotea, aunque hace tiempo que no nos veamos. Pienso que nunca te has ido y que cuando vuelva a casa vas a estar allí mirando el televisor sentado en tu silla antigua marrón. Pienso que bostezarás y al final de tu bostezo se hallará un leve murmullo, entonces dormirás y descansarás, pero volverás, porque no te has ido, porque sigues aquí y ahora. Y es cierto. Muchas veces pienso que no ha pasado nada y que seguirás alumbrando por las noches, lo seguirás haciendo. En el fondo yo seguiré escribiendo, para asegurarme, para pensar en ti de día y escribirte de noche. Para dibujarte, para pensarte, para soñarte. Pero no te vayas. No lo hagas. Ya vuelvo a casa. Espérame.


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