viernes, 5 de septiembre de 2014

La divina comedia

En la cena bebíamos whisky barato y fumábamos Marlboro confuso. No había comida encima de la mesa, tan solo bebíamos y fumábamos. La gente hablaba descontroladamente y yo solo reconocía dos caras: la de mi izquierda y dos más allá. Beatriz a lo lejos me enseñaba una foto mía, sonreía, me daba la foto para verla y Laura se la arrancaba de las manos. Beatriz se enfadaba, no entendía la situación. Laura era mi escudo. Más tarde jugábamos a ser niños en el barracón de la calle 63. Una caseta en medio de un descampado vacío. Laura desaparecía y Beatriz reaparecía con un niño. No sé cuándo lo tuvo ni quién fue el padre. Recuerdo que a mí me apetecía estar con ella, pero el escenario se perdía cuando me giraba a la derecha. Y Laura me encontraba al borde del abismo en un parque de París. Al fondo se veía la Torre Eiffel con Beatriz en el último piso, buscando una luna inexistente. La luna la guardo yo en mi bolsillo, me decía Laura. Beatriz se perdía en lo más profundo de las estrellas. Sonaba detrás un ruido ensordecedor que no nos dejaba soñar. Ambos pensábamos: "No fuiste el amor de mi vida, ni de mis días, ni de mi momento. Pero te quise y te quiero, aunque estemos destinados a no ser". Julio Cortázar en nuestras cabezas buscando el último renglón. El sonido era sustituido por un tema cualquiera de Miles Davis mientras reaparecía en la Luna, mirando París desde su superficie. Veía dos parejas en un profundo parque de la ciudad. En dos bancos, uno en cada esquina, sin tocarse, sin mirarse, sin amarse. Con Laura en una esquina y yo en la otra recordábamos aquel whisky barato y aquellos cigarros apagados. La oscuridad se apoderaba entonces de las otras esquinas, de aquellos rostros sin cara, sin forma, sin nada. Para despertar otra vez en el vacío y sentir que no estamos muertos.